Gárgolas insomnes

Diciembre 30 de 2007

En el filo de La Navaja bebo el último trago de la noche, último sorbo de oscuridad con luna menguada por la nebulosidad de la mirada, y respiro el último aliento de agonía y soledad en las calles, de las calles en soledad poblada todavía de silencio con eco de caracol, viento que barre la basura y surca el alba. Como quien dibuja el rostro de una mujer compulsivamente antes de perder para siempre su recuerdo, último presente de una relación pretérita, sueño insomne que borra el paso de las horas y los días, me aferro a los restos de este naufragio, vivo intensamente mi pérdida, espero caer la última gota de la noche vacía.

En La Navaja de Garibaldi es de noche todo el día, como en el 13 Negro de Acapulco, donde los noctámbulos de carrera larga prolongaban y extendían sus límites sin dejar de beber para no perder el vuelo, cada vez a menor altura, hasta caer, hasta que no fuera posible llegar más bajo, hasta el cabo del rastro sanguíneo que dejó de correr en alguna parte del subterráneo dédalo de cloacas, laberinto infestado por cucarachas gigantes y ratas en harapos. La Navaja es un punto crítico en la ruta de la muerte, del 33 al Tapanco, donde concurren matones de pacotilla y putas en reposo que no se han bañado ni han dormido en una cama desde su renuncia temporal, desde la primera ola de una marea de insomnio depresivo, desde que el calendario se quedó sin hojas por dárselas al árbol y el árbol tapizó con ellas el otoño, desde la muerte del tiempo con un infarto al reloj.

Del 33 llegan las vestidas que antes atracaron a borrachos incautos y solitarios en el cuarto oscuro del Famoso 49, que en paz descanse, a donde llegaban también soldados en sus días francos, francamente desesperados, en busca de un "trenecito". El Viena era el punto de partida para hombres gay que gustaban de la barra y la sinfonola antes de que el lugar cambiara su look de cantina tradicional por el de la Zona Rosa y lo plagaran puras locas de Cabaretito. El ambiente homosexual degenera gradualmente, sin más pauta que el tedio ni más pausa que el miedo, hasta la sórdida continuidad del Tapanco, en donde la degradación empareja todas las tendencias y preferencias sexuales, dándoles el mismo color, el uniforme de la violencia, la monotonía del odio conservado en alcohol, ahogado en noches y días de rosas en el fango, tirado "a la borrachera y la perdición", dormido y desvalijado en la banqueta. Si el Cabaretito es la Jaula de las Locas, el Tapanco es el Club de la Eutanasia. En la pista de La Navaja una mujer baila desnuda y después tiene sexo allí mismo con cinco hombres, mientras otro es degollado por la espalda en la oscuridad y yo tomo nota desde mi atalaya clandestina.

"Esta es la canción de las noches perdidas", canta Joaquín Sabina con voz aguardientosa por "el aguardiente de la despedida". Subo las escaleras hasta que me detienen en seco las suculentas piernas de una vecina adolescente que mira con tanta intensidad como para provocar un segundo trastorno hormonal y dejarme en el viaje. Una puta de nombre falso me dejó mojado el pantalón en el Tapanco. Hay que llegar urgentemente al quinto piso y destapar una botella antes de padecer la resaca, y vivir encerrado más de un mes hasta que la soledad me haga descolgar el teléfono en cuanto pase la crisis de hipo. ¡Que escampe tu llanto hasta que amaine mi odio! Este departamento es el callejón sin salida en donde los gatos huraños se refugian y asimilan a las sombras y la basura y suben a la azotea para bañarse de luna y maullar sus dolencias del alma. Los vecinos del edificio viven con terror a mis recaídas etílicas, que solo podré conjurar huyendo cada invierno de la ciudad.

Joaquín Sabina canta «La canción de las noches perdidas» y recuerdo que debo continuar el cuento a ritmo de blues, «Los muertos no mienten», narrado en forma de espiral, un remake literario de la película más original del cine negro. "Los fugitivos del deber cogen su maldición y se la beben". Supongo que el insomnio, así como es causa de mi adicción al vino tinto, es efecto de mi adicción a la noche, debilidad que no he padecido por mujer alguna, pero en este caso es imposible la renuncia. «La canción de las noches perdidas» es un homenaje de Joaquín Sabina al singularísimo Tom Waits, si entendemos por homenaje un eufemismo de plagio. Mi variación o desvarío, en cambio, mejoraría su letra con el sabor amargo que deja la ruta de la muerte:

El consuelo es un hombre con nombre de mujer,
el odio se bebe hasta la embriaguez
y después se vomita con el estómago vacío...
No encuentro taxi libre que me lleve al infierno.

[...]

No encuentro taxi libre en el infierno.

[] Iván Rincón 10:17 PM

Diciembre 22 de 2007

Acteal: las horas de barbarie en su gran día

Campamento de refugiados Los Naranjos, comunidad de Acteal, municipio de San Pedro Chenalhó, en Los Altos de Chiapas, México, lunes 22 de diciembre de 1997. Unos 350 desplazados tzotziles de la Sociedad Civil "Las Abejas de Chenalhó" -organización pacífica fundada en noviembre de 1992- se concentran desde las primeras horas de la mañana en la ermita católica del lugar, que es un galerón de madera con techo de lámina y piso de tierra. Alertados por los zapatistas del municipio autónomo de Polhó, saben que los paramilitares pedranos del Partido Revolucionario Institucional (PRI) están por atacarlos de nuevo, después de haberles robado sus cosechas y haberlos obligado a trabajar para ellos, sobre todo a las mujeres, y haber quemado sus casas hace un mes. La escalada de violencia que los ha llevado a desplazarse tendrá su máxima expresión ese día, pero ellos deciden ayunar y rezar por la paz en vez de escapar o esconderse. Vulnerables, indefensos, inermes, son niños, mujeres y ancianos mayoritariamente, pues muchos hombres se han retirado para evitar un enfrentamiento. Los paramilitares, en cambio, están entrenados y protegidos por el ejército federal y la policía del estado, pertrechados con armas de grueso calibre por el presidente municipal, también priista, Jacinto Arias Cruz, y mandos oficiales y suboficiales de Seguridad Pública local, como Felipe Vázquez Espinoza.

10:30 AM. Los desplazados rezan de rodillas, casi todos afuera del pequeño templo, tiritando en la húmeda intemperie de la montaña, por las limitaciones del espacio, cuando se escuchan en las inmediaciones los primeros disparos. Divididos en cuatro grupos, más de cien paramilitares del ejido Los Chorros, básicamente, aunque también de comunidades como Puebla, La Esperanza, Chimix, Quextic, Pechiquil, Tzajalucum, Yibeljoj, Bajoveltic, Naranjatic, Canolal y Acteal misma, se aproximan en camiones de tres toneladas, tanto del ayuntamiento como de particulares; unos visten de negro y otros uniforme azul oscuro como el de Seguridad Pública; llevan paliacates rojos en la cabeza o pasamontañas; van armados con fusiles AR-15 y AK-47 (cuernos de chivo), rifles calibre 22, escopetas, pistolas tipo escuadra, cuchillos y machetes. Al llegar, cerca de las once de la mañana, se estacionan a orillas de la carretera, bajan corriendo, rodean la capilla y abren fuego a mansalva y por la espalda contra las primeras personas, a quienes asesinan allí mismo. La mayoría de los desplazados trata entonces de huir y se dispersa cuesta abajo hacia la cañada, entre los matorrales. Algunos son alcanzados por las balas y caen en el camino y la barranca. Otros cargan a los heridos, a los niños que tropiezan y lloran; las mujeres ruedan con los bebés que llevan a sus espaldas, se levantan. Muchos corren hasta un arroyo que se localiza a unos 300 metros y se esconden en una pequeña cueva. Hasta ahí llegan los paramilitares a matarlos y rematarlos con singular saña.

11:30 AM. El ruido de las ráfagas y detonaciones es escuchado en Quextic, desde donde se observa claramente Acteal, y llega hasta San José Majomut, también con claridad, donde hay un destacamento de la policía del estado. A un lado de Majomut está Polhó, cabecera del municipio autónomo creado en abril de 1996 por el Ejército Zapatista de Liberación Nacional (EZLN). Desde ahí, alguien llama por teléfono a San Cristóbal de Las Casas para informar de la balacera. El vicario de la diócesis y secretario técnico de la Comisión Nacional de Intermediación (Conai), Gonzalo Ituarte Verduzco, llama por su parte al gobernador del estado, que no le contesta, así que habla entonces con el secretario general de Gobierno, Homero Tovilla Cristiani, para notificarle de los disparos y pedir su intervención inmediata. Tovilla dice no saber nada. El coordinador general de las policías en Chiapas, Jorge Gamboa Solís, y el director de la Policía de Seguridad Pública del Estado, José Luis Rodríguez Orozco, enterados de lo que ocurre en Acteal desde las once de la mañana, emiten un reporte oficial de "sin novedad".

Acompañado por 40 agentes de la policía estatal, que portan fusiles R-15, pistolas y chalecos antibalas, el general brigadier retirado del ejército federal, Julio César Santiago Díaz, es el mando de mayor jerarquía en el lugar de los hechos. Funge como jefe de asesores de la Coordinación General de Seguridad Pública y director general de la Policía Auxiliar en Chiapas. Durante cinco horas y media, entre las 11:00 y las 16:30, el personal bajo su mando y el que fue llegando al escuchar los disparos (unos "300 soldados con uniformes de la policía estatal") permanece en la entrada de la comunidad, sobre la carretera, y en la escuela primaria, mientras a 200 metros, montaña abajo, es perpetrada la masacre. También se encuentran allí el comandante Roberto García Rivas y el oficial de Seguridad Pública en Majomut, Roberto Martín Méndez Gómez. En algún momento, el mencionado Vásquez Espinoza -destacamentado en la Colonia Miguel Utrilla, del ejido Los Chorros, bastión de los paramilitares pedranos, en donde tiene lugar su principal campo de entrenamiento- le recomienda al general Santiago Díaz: "Jefe, hágase para acá, no le vayan a dar un tiro". Los 300 soldados con uniforme de policía no intervienen para detener la carnicería porque su función real es más bien táctica: cerrar el paso a los desplazados en su única salida.

17:00 PM. El asalto dura seis horas; termina cuando los agresores, que se dan tiempo inclusive para vejar a los cadáveres de sus víctimas, creen que han acabado con todos en la hondonada del río; pero unos cuantos desplazados se salvan manteniéndose quietos bajo los cuerpos de otros hasta que oscurece y pueden dirigirse a San Cristóbal. El saldo de la agresión es de 45 muertos (21 mujeres, 15 niños -incluido un bebé- y nueve hombres), así como 26 heridos y lisiados, cinco desaparecidos y miles de refugiados, tanto de Las Abejas como del EZLN (solo en el municipio autónomo de Polhó y sus 33 comunidades y barrios, los desplazados llegan a ser alrededor de cinco mil). Cuatro de las mujeres muertas estaban embarazadas, con gestaciones de diez a 37 semanas.

Según el Centro de Derechos Humanos Fray Bartolomé de Las Casas, además de los decesos que ocasionaron las balas, doce personas fallecieron a causa de lesiones producidas por armas punzocortantes, "incluyendo en algunos casos machacamiento de cráneo (sic), y uno de los cuatro cadáveres de las mujeres embarazadas presentaba como causa de muerte la exposición de víscera abdominal al medio ambiente por herida cortocontundente penetrante"; en otras palabras, a una la mataron partiendo su vientre a cuchillo o machete.

Los testimonios y las evidencias dan cuenta de que los asesinos desnudaron los cadáveres de las mujeres, les cortaron los senos, les metieron palos entre las piernas y las nalgas, y en los casos de mujeres preñadas (como solían hacer los kaibiles), abrieron sus vientres y sacaron a los fetos para exhibirlos como trofeos y luego jugar con ellos, aventándolos de machete a machete. "Hay que extirpar la semilla", decían entre gritos y carcajadas, con los ojos inyectados y arrojando espumarajos de baba.

18:00 PM. El secretario de Gobierno, Homero Tovilla, llama por teléfono al vicario de la diócesis, Gonzalo Ituarte, para notificarle que el "incidente" en Acteal está bajo control, que se han escuchado unos cuantos tiros y hay cuatro o cinco heridos leves.

19:00 PM. Comienzan a llegar los "heridos leves" a diversas clínicas de San Cristóbal, en donde los atienden por impactos de balas expansivas, que hacen un orificio pequeño al entrar en el cuerpo y al salir dejan un boquete. Entre las víctimas, hay dos bebés que impactan en un sentido contrario al de las balas expansivas. Uno se debate por la vida con el cerebro descubierto y otro tiene una pierna y un brazo destrozados. El primero no llega a tiempo y el segundo vivirá con el cuerpo mutilado, la familia mutilada, la comunidad mutilada y el olor a pólvora y sangre en algún lugar de la memoria.

20:00 PM. Los asesinos festejan a balazos el éxito de su empresa y desde luego hacen correr el rumor de que la barbarie desatada en Acteal tendrá réplicas en otros parajes. Una década más tarde, sigue corriendo ese rumor, para dejar a su paso miedo y tensión. Por lo pronto, las secuelas son suficientes para darle continuidad a la pesadilla que culminó en Acteal ese día, pero comenzó diez meses antes, por lo menos en Chenalhó. Muchos de los sobrevivientes se hundieron en el abismo de la tristeza; mujeres y niños dejaron de hablar, quizá para siempre. Entre los miles de refugiados en condiciones infrahumanas de sobrevivencia, comenzaron a morir bebés todos los días (soy testigo de eso), mientras que los autores de un crimen de Estado contra la humanidad pasean por el mundo su impunidad y ejercen en este país sus oficios de tinieblas...

Algún efecto ha de tener la información que abunda sobre la responsabilidad del Estado en este crimen de lesa humanidad (genocidio), pero mientras tanto Acteal seguirá siendo una herida abierta en la memoria del mundo y un agravio que lacera la historia reciente de México.

[] Iván Rincón 11:55 PM

Diciembre 15 de 2007

-¡Monstruos de Dios! -gritaba Primitivo.

En su celda monacal, las manzanas se pudrían cuando podrían fácilmente haberse comido. El vino y la cerveza se evaporaban, cual metafísica urinaria. Los vecinos arrojaban el humo, también podrido, de sus estúpidos cigarros, y al abrir desesperadamente la puerta, una rata muerta golpeaba su rostro magro. ¡El infierno del cielo ha de cobrarles tanta bulimia, infelices de cal y cemento!, exclamaba Primitivo. Una bebé lloraba, torturada por su invisible y esquelética madre, y entonces un perro infinitesimal ladraba en un tono tan agudo que Primitivo tenía que taparse los oídos con silicón. ¡Monstruos de Dios! ¡Son imperdonables! ¡Y además, impermeables y solubles en alcohol!

¿Cómo soportar semejante aberración, cuando las coladeras escupían chinchulines y cucarachas todas las pinches noches y las escuálidas ventanas gemían con dolor sin límites al azote del ventarrón, y el eunuco azotaba la puerta cinco veces consecutivas, y el tío César, tan cabrón como era, azotaba ¡cinco veces! a su hijo de cinco años, "una por cada grosería"? ¿Cómo olvidar y perdonar el pasado? ¿Cómo tolerar las flatulencias y demás agresiones fétidas en días de abulia y lluvia de huevos de tortuga? ¿Cómo?

Primitivo recordaba a otro ser de su especie, el que le enseñó a beber directamente de la botella. Ese maestro se metía a bañar con un pomo de ron en momentos de ansiedad extraordinaria y acababa con las dos (la botella y la ansiedad) bajo la regadera. Entonces salía muy limpio él y con bríos de borracho muy macho a encarar al ejército y la policía, y entonces descubría que ya se habían ido (si es que alguna vez llegaron, digo, porque la paranoia del alcohólico es cabrona). Ese maestro tuvo que vivir un año escondido porque un matón que se llama Ulises Ruiz Ortiz, o algo así, le echó a sus peores esbirros, gatilleros que cobran por bala que atine al blanco -esto ya está dicho, amnésicos de polvo y mierda-, como la que batió a Brad Will, que era blanco. Bala que rompe el silencio de las barricadas al amparo de la noche, claro, y nomás a Brad Will le inspiraba una frase poética, ¡bajo fuego cruzado!, cuando se trataba de hacer periodismo valiente, no imprudente, puta madre, ni tampoco a lo pendejo, carajo.

Y mejor ya me voy. Adiós.

¡Monstruitos de Dios!

[] Iván Rincón on:off

Diciembre 10 de 2007

En días de abulia, Primitivo miraba por su ventana hacia las azoteas y confundía los montones de ropa sucia en los fregaderos con cadáveres de chivos que habían de destazar salvajemente adolescentes fogosas, rebosantes de energía, corpulentas y generosas. En la calle, sin embargo, los niños tenían los labios arrugados, agrietados, los dientes morados, y el viento del invierno les arrebataba su piel reseca y grisácea, como ceniza de papel destrozo. Principalmente por eso, Primitivo mejor no salía de su celda monacal, porque además los perros ladraban a su paso y mordían sus botas de piel de gato con inefable demencia. ¡Monstruos de Dios!, les gritaba él. ¡Puedo hacer que los trague la tierra y sean semilla de alucinaciones feroces y feraces, fehéricas y famélicas! Literalmente estupefactos, al escuchar tan singular blasfemia, relativamente abominable y más o menos cruenta, los perros se acurrucaban a las puertas de sus casas o edificios y, sabios como eran, se dormían para soñar con sombras de ruidos lejanos y ecos de oscuras siluetas.

Muy a pesar suyo, contra su primera voluntad, bajo un cielo de concha y una lluvia de huevos de tortuga, Primitivo salía tiritando a comprar plantas y tierra para respirar algo en su celda monacal. Pero una muchacha de belleza melancólica y soledad banquetera lo miraba con lascivia desde sus húmedos y suplicantes ojos, expresión de angustiada y angustiante agonía. Unas horas después, Primitivo pasaba de regreso por el lecho de aquella muerte en vida y encontraba en su lugar a una anciana físicamente decrépita y mentalmente senil, que seguía mirándolo con húmeda y suplicante lascivia. ¡Vuelve a mí, Antagón, tú sí escribes muy goñito!

[] Iván Rincón o:db FM

Noviembre 20 de 2007

En días de abulia, Primitivo no salía de su celda monacal, porque los perros del barrio sacaban diariamente a sus dueños y los dueños aprovechaban para cagar al aire libre y dejaban su mierda en la calle sin pensar en los pájaros. El aire libre, por su parte, se ponía negro de coraje cuando los vecinos pisaban hasta el fondo el acelerador de los coches estacionados o activaban sus alarmas para hacer ambiente. "Miserables de alma", pensaba Primitivo. "Almas de miseria. ¡Ojalá que se los trague el escusado!" Y miraba a través de la ventana cómo los árboles se quedaban calvos y el tiempo verde se desteñía paulatinamente hasta quedar amarillo y después oscurecía como grano de café.

Una iguana subía por las paredes exteriores del edificio, igual que Drácula en su castillo, mientras una rata con plumas chillaba como cerdo en la azotea, y el vendaval del invierno hacía una cola de papalote con la ropa tendida, y los pájaros se estrellaban contra los vidrios, y al cielo se le rompía la fuente, y llovía. El llanto escampaba cuando amainaba el odio, pero un murciélago solitario seguía golpeando el vidrio de la ventana, como pidiendo permiso para entrar. Entonces Primitivo imaginaba al pálido niño que flotaba en la niebla y hacía toc toc toc con las puntas de los dedos en La Noche del Vampiro... "Ábreme, tengo frío, tengo hambre, déjame pasar".

Primitivo abría la alacena, pero en lugar de frijoles y lentejas no quedaban más que telarañas. Dentro del refrigerador descompuesto, los ratones habían hecho agujeros en el queso y por los agujeros iban y venían tristes recuerdos de la infancia y pútridos olores a olvido y soledad.

[] Iván Rincón oh:no AM